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lunes, 29 de junio de 2015

2º Premio Concuro relato Viriato 2015 "Destino Alfama"


Título: Destino Alfama

Autora: Pilar González Simón

La decisión estaba tomada. El 17 de julio de 1985 amanecía con canícula, sin embargo me desperté cual niño de cinco años que espera la mañana del 6 de enero. Tenía la ropa ya planchada y la maleta lista para embarcarme en ese viaje. Desayuné apenas un café y abrí sigilosamente la puerta de la habitación de mis padres; estaban dormidos y mis labios sólo pudieron esbozar un sigiloso “Hasta dentro de unos días, gracias”. Cerré la puerta de la casa y sentía como mi corazón con cada vuelta de la llave latía más fuerte. Comencé a caminar dirección al metro a paso firme y con una sonrisa en mi boca, era lo que quería y lo más importante, tenía que darme una respuesta a mis veintitrés. Llegué a la estación y allí estaba mi tren con destino a mis raíces, bajé las escaleras de manera apresurada y esquivando a todas esas personas que comenzaban aquel sábado sus vacaciones estivales. Aunque faltaban más de treinta minutos, ya estaba sentada, con el único deseo de que el maquinista pusiera rumbo a aquella ciudad.
A medida que el reloj de Atocha daba las ocho campanadas, la locomotora comenzó a tirar de los vagones y yo comencé poco a poco a alejarme de Madrid, ciudad que me vio nacer, pero que sin embargo no me mostró a mi verdadera madre. Mi corazón estaba contento, pero mi cabeza no dejaba de pensar: “¿Tendré los ojos de mi madre? ¿Será rubia o morena? Y lo más importante ¿Querrá conocerme?” Cerré los ojos, para pensar en lo que mis padres me habían contado de ella.
Yo nací hace veintitrés años, allá por 1962; fruto de una joven lisboeta, María. Nacida en un barrio de pescadores, entre calles estrechas, sinuosas y empinadas, con las callejuelas atestadas de ropa que buscan el sol y vecinos que son familia. Este entorno es el barrio que vio nacer y crecer a mi madre, la Alfama.
Mi madre era la segunda de cinco hijos y el destino quiso que se quedara huérfana a la edad de nueve años, por la muerte de su madre al dar a luz su quinto hijo. A raíz de esa gran perdida, María, dejó el colegio, ya que su padre pescador, tenía que trabajar para traer la escasa y mísera paga a sus cinco hijos. Con nueve años a mi madre le arrebataron su infancia, poniéndole en sus manos a Manuel, su hermano recién nacido. Desde este momento se convirtió en la cabeza de familia. Su único deseo era lograr que sus hermanos no sintieran la pérdida de su madre Fátima y vivieran lo más felices posibles, siendo para sus hermanos una madre.
De repente una voz masculina irrumpió en mis pensamientos. “Perdona, me puede dar su billete” dijo el revisor. Busqué entre los bolsillos pero no lo encontraba, hasta que por fin me di cuenta que lo tenía en el bolso y se lo entregué. Pregunté a la señora de mi derecha por dónde íbamos y me indicó muy amable: “Ya llegando a la provincia de Cáceres”. Me sentía feliz porque cada vez quedaban menos kilómetros para encontrarme con mis orígenes. Sonreí a mi compañera de asiento y fijé la vista en el paisaje que me acompañaba durante mi trayecto. Mi mente no dejaba de pensar en cómo había transcurrido la vida de mi madre, entre lloros, fogones, heridas y remiendos, pero era feliz al lado de su familia y el recuerdo presente de su madre Fátima. Cuando cumplió quince años su padre Joao le permitió entrar a trabajar en la casa de los señores de Almedeivar situada tras la Plaza del Cossío. Era su primer trabajo, con el que podía ayudar en casa con unos pocos escudos. Los señores de Almedeivar eran una familia de muy buena posición social en Lisboa, compuesta por el matrimonio entre el señor Vasco, la señora Renata y sus dos hijos, Caterina la hija mayor y Vasco el único varón de la familia. En la casa, la señora Renata trataba a mi madre como la fregona más vieja y sucia, al igual que al resto de las criadas. La señorita Caterina era una joven de veinticinco años que no encontraba pretendiente de su agrado y veía como el resto de sus conocidas iban casándose con ilustres maridos y ella destinaba su vida a leer novelas y rezar rosarios. Todo lo contrario a su hermano Vasco que tenía veinte años y un gran futuro en la medicina, era el ojo derecho de su madre. Era un joven apuesto y muy inquieto, su sueño era ayudar a la gente. La vida de mi madre en esa casa noble transcurría de sol a sol y cuando llegaba el atardecer regresaba a su casa en la Alfama para cuidar de los suyos. Sus quehaceres en la casa de los Almedeivar giraba en torno a la señorita Caterina: acompañarla a sus rezos diarios, visitas a la capilla de San Antonio y a los caprichos diarios. Mi madre era su sombra y tenía que cumplir cada uno de los deseos que la señorita Caterina quería. Sin embargo, todos los días durante la hora de la siesta que era costumbre en la casa lisboeta, María entablaba conversaciones con Vasco, el heredero de los Almedeivar, les gustaba hablar sobre todo tipo de temas, la naturaleza, la religión, la medicina…. Por desgracia, mi madre tuvo que dejar la escuela debido a la pérdida de su madre, sin embargo esas charlas suponía una ventana de sabiduría a sus inquietantes saberes.
Unos días hablaban de los océanos, otros días de los navegantes portugueses, otros días de los viajes de Vasco a Madrid y así conversación tras conversación nació un vínculo y un refugio para mi madre. Mi madre admiraba a Vasco, cómo le explicaba las cosas más difíciles de una manera sencilla y de esta manera al regresar a su casa podía narrarles a sus hermanos lo que ese día había aprendido. Tras el paso de los días mi madre y mi padre empezaron a sentir que sus corazones latían más fuertes y que tenían la necesidad de que todos los días llegara la hora del descanso tras la comida. Las miradas se convertían en palabras de admiración, de necesidad de estar juntos…, en definitiva de amor. Hasta que una tarde sus labios se unieron y sus cuerpos se entregaron a la pasión.
María estaba atravesando el momento más feliz de su vida, tras toda una vida de sufrimientos y penurias, había encontrado a un maestro, un amigo y a su compañero. Sin embargo, a los pocos meses descubre que de ese fruto del amor iba a nacer yo. Mi madre se lo cuenta a Vasco y deciden que lo tiene que saber la señora Renata. Ésta reacciona con gran ira y cólera, y decide separarlos. Mi padre Vasco es alistado al ejército como ayudante de doctor y mi madre es enviada a una congregación de Madrid con el fin de que allí dé a luz y su vástago sea entregado en adopción. A medida que las palabras de la señora Renata iban estableciendo el futuro de ambos mi madre lloraba y lloraba, no sabía que iba a pasar con su hija.
Yo nací en la clínica O´Donell de Madrid un 7 de marzo de 1962. A los dos días de nacer, una monja el entregó a mi madre mi certificado de defunción y un billete de ida para Lisboa. Con el corazón destrozado y su cuerpo de dieciséis años dolorido mi madre recogió sus escasas pertenencias rumbo a la estación de Atocha para coger ese tren rumbo a sus raíces. Fui entregada a una familia acomodada del barrio de Argüelles, que llevaba casada más de diez años y necesitaba la llegada de un hijo para culminar su amor. Me pusieron el nombre de Fátima, porque en la partida de nacimiento que les entregaron a mis padres querían respetar la decisión de esa joven de dieciséis años. Mis padres me adoraban y me educaron con los mejores valores que unos padres te pueden educar. Cuando cumplí los dieciocho años decidí continuar con mis estudios, me apasionaba la medicina por eso estudié para ser doctora y así ayudar a los más débiles. Cuando cumplí los veintitrés años, mis padres esa tarde de marzo se sentaron frente a mí y me contaron toda esta historia. Mis padres me rogaron que primero acabase mi carrera y luego ellos me ayudarían a poner rumbo a la Alfama y así conocer mis orígenes. Yo accedí a esa suplica, porque para mí mis padres se merecían que cumpliera uno de sus sueños, que era tener una hija doctora. Estos cuatro meses fueron inquietantes para mí, intentando buscar respuesta a esta historia que hoy voy a conocer.
Llegaremos a Santa Apolonia en cinco minutos niña, vete preparando las cosas que ya por fin llegamos”- me dijo mi vecina de asiento. Reaccioné rápidamente me levanté cogí mi maleta y me apresuré hacia la puerta del vagón. Deslicé mi mano derecha por el bolsillo y noté que estaba el papel que mis padre me habían dado con la dirección de mi madre.
Abrevié y cogí el primer taxi rumbo a la Rua Palmeira, número cuatro, le pedí que se diera prisa y con el fin de dar respuesta cuanto antes a la pregunta más importante de mi vida. Me dejó lo más cercano que pudo a esa dirección. Mi corazón no cogía en el pecho, subí esa calle e casas blancas empinadas y encontré el número cuatro de una casa encalada. Llame al timbre, una voz masculina y ronca decía: “María abre que será la vecina”, unos pasos se aproximaron hacia esa puerta estropeada por el sol, se abrió.
Bom dia, eu sou Fatima” dije.
Nuestros ojos se miraron y se llenaron de lágrimas.

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